No soy el más indicado para hablar de música. Siempre me consideré una persona sin oído y sin talento musical. Soy muy ignorante en este campo: conozco poco y lo poco que conozco lo conozco a medias. Además, tengo un gusto casi exclusivamente pasadista, y considero que desde fines de los 70 no se ha vuelto a hacer nada realmente bueno en ningún género, salvo algunas excepciones. Y una de esas excepciones tocó ayer en Lima: Björk Guðmunsdóttir.
Fue difícil para mí “compartir” a Björk con las cuatro mil personas que estuvieron anoche en el Museo de la Nación. Es que su música, desde que la escuché por primera vez hace cerca de diez años, es una experiencia íntima. No es el tipo de música con la que se baila en las fiestas, ni aquella que uno esperaba oír y corear en un concierto. Con Björk no se poguea; no canto sus canciones cuando estoy en la ducha. Solamente la escucho en mi tranquilidad, como si me susurrara al oído.
Pero ayer tuve que armarme de valor y cambiar la magia de la intimidad por la excitación del placer colectivo, de la orgía. Durante la primera mitad del concierto estuve atónito, mirando de lejos a esa china chata que derramaba gracia al caminar por el escenario. No me movía: boquiabierto, solo empezaba a procesar que ella era real, que estaba allí, que no era una creación de la tele sino una persona de carne y hueso... Solo al final, cuando parecía que se había ido y que todo había terminado, caí en la cuenta de que ¡nunca más la iba a ver en persona! Y por fin dejé de lado la incomodidad de la multitud (que el de adelante te tapa, que el del costado te da un codazo, que el de atrás canta desentonado como si uno fuera para escucharlo a él y no a Björk...). Y empecé a saltar como un loco y a gritar con los demás ¡olé, olé olé olé... Björk, Björk! Hasta que regresó para interpretar dos últimos temas. Primero, la quietud de The Anchor Song. Tan solo la calma que precedió a la tormenta de Declare Independence. La explosión. Finalmente, sus inesperados gritos de “¡viva la revolución!” y su esforzado “muchas gracias Lima”. Y luego, el público abandonando poco a poco el lugar, comentando, riendo, emocionado, excitado... Aún quedamos algunos observado el escenario vacío, trantando de digerir con una que otra lágrima que se escapaba lo que acabábamos de vivir durante cortos 80 minutos.
Y es que con Björk he comprobado lo que alguien a quien quiero me dijo hace años: la música habla sola. Uno no tiene necesidad de comprender el texto para vincularse emocionalmente, para conectarse con lo que el tema transmite. Björk, con la sola rareza de su voz, toca fibras muy profundas y hace lo que quiere: te remueve el espíritu, te lo llena, te lo vacía y te hace creer.
Anoche entendí que la idolatría no solo existe, sino que tiene un sentido. ¿Qué nos haríamos sin estos seres nacidos humanos, como nosotros, pero que a punta de talento aprenden a conversarnos con el lenguaje del alma y adquieren, así, una categoría superior?
Pd.- La foto es de La República
2 comentarios:
Bravo Paul..Todos vibramos en ese concierto y la verdad es que hay seres talentosos, que bien merecen nuestra admiración..Y bjork es uno de ellos..Una talentosa mujer que con su múscia no llena de magia ..Saludos cariñosos..Denise
Hermoso concierto. Creo que le gustamos como público (a pesar de las cámaras) porque dejó de cantar hiperballad y puso el micrófono para el público, no crees?
Y no seas negativo. Se repetirá. Acuérdate de mí. Pero nunca será como la primera vez.
Publicar un comentario