lunes, 6 de abril de 2009

¿La última vigilia?













Este será tal vez el último plantón...

Hasta hace unos minutos estuve en la última vigilia previa a la sentencia contra Alberto Fujimori por los casos de La Cantuta y Barrios Altos.

¿Cómo no sentirme profundamente emocionado? ¿Cómo no sentir mi mayor respeto y mi mayor admiración por Gisela Ortiz, Raida Cóndor y todos los familiares, públicos y anónimos, de las víctimas del destacamento Colina? Ellas y ellos levantaron la voz cuando una parte del país tenía miedo y la otra se refugiaba en la comodidad del “costo social” de la guerra. Ellas y ellos mantuvieron vivos los nombres de sus hermanos, de sus hijos, de sus padres, y al hacerlo mantuvieron vivas las llamas de la dignidad, la resistencia y la esperanza de nuestro país.

¿Cómo no espantarme con las decenas de fotos de víctimas homenajeadas en esta vigilia y en las miles de vigilias similares que han tenido lugar durante años? Todas ellas y todos ellos, hermanos míos, hermanos nuestros, esperan obtener justicia esta mañana aunque sea de manera simbólica. Las 25 personas asesinadas en La Cantuta y Barrios Altos representan a los cientos de víctimas de los agentes paramilitares de la época de Fujimori, y más aún, a las miles de personas ejecutadas extrajudicialmente durante la guerra. Como comentaba con una compañera, profesora de La Cantuta: ojalá que no haya nunca más que llorar la muerte arbitraria de quienes piensan distinto. Ojalá que nunca más el Perú derrame sangre de personas por motivos políticos, y que nunca más la guerra sea considerada como una herramienta de lucha política.

¿Cómo no darse cuenta de todo lo que queda por hacer? Los Fujimoris, Montesinos, Colinas y Abimaeles que son símbolos de la violación de los derechos humanos más elementales durante las dos décadas de la violencia pueden estar detenidos, es verdad... Pero quedan libres los Mantillas, los responsables de las torturas en los Cabitos y tantos más. Y lo peor: siguen muriendo hermanos y hermanas nuestras. Allí están Godofredo García, Edy Quilca y Edmundo Camana, muertos en circunstancias muy distintas, en las manos de sicarios, de militares y de un irresponsable congresista, pero todos con algo en común: muertos como parte del juego político, como si sus vidas fueran prescindibles.

Pero al mismo tiempo, ¿cómo no esperanzarse? Si Fujimori, quien en un momento creyó tener y tuvo todo el poder en sus manos, está siendo juzgado... ¿Por qué creer que la impunidad será duradera para Alan García? ¿Por qué creer que no seremos capaces, también, de llevar a todos los Giampietris que quedan libres a responder ante los tribunales? La sentencia a Fujimori significa que por fin en nuestro país empieza a ser verdad eso de la igualdad ante la Ley y que por fin la vida de un heladero de Barrios Altos vale tanto como la de cualquier otro peruano, y vale tanto como para que, si el propio Presidente autoriza su muerte, tarde o temprano tenga que responder por ello.

Termino coreando el estribillo de los sikuris que acompañaron el acto: “las injusticias de este mundo, acabémoslas para siempre!!!”.


Nota: el documento original ha sido elaborado con OpenOffice.org Writer como procesador de textos. Utilice y difunda software libre: ¡No al monopolio corporativo de Microsoft y compañía!

En las puertas de la justicia...



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